El seminario

El cuerpo, la pasión y el deseo son algunos de los temas a los que la filosofía se ha enfrentado a lo largo de su historia con sintomática frecuencia. Paradójicamente, los tratamientos que de ellos ha hecho la tradición filosófica triunfante han terminado colocándolos en el lugar del ocultamiento, el menosprecio, el rechazo o el olvido, de modo que han terminado convirtiéndose en algunos de sus mayores extravíos. La intención principal de este seminario es reconstruir, de la mano de diversas tradiciones y saberes, formas alternas de concebir y experimentar la filosofía, precisamente, desde los cuerpos, las pasiones y los deseos.
El grupo de investigadores que conformamos este seminario consideramos pertinente descentralizar la mera intelectualidad de las prácticas filosóficas para poder entender a la filosofía como una práctica y una forma de vida que nos arraiga a la diversidad desde distintos horizontes interpretativos.

jueves, 23 de febrero de 2012

Deseo y Libertad en Spinoza (Mariela Oliva Ríos)

Deseo y Libertad en Spinoza[i]

“Un amor eterno no es un amor sin historia. Es un amor que no es aniquilado por su historia,
sino que ésta lo prolonga…
 No hay sabiduría sin felicidad, y no hay felicidad sin amor propio”
André Comte- SponVille
 Sobre el Cuerpo, Apuntes para una Filosofía de la Fragilidad

La filosofía de Spinoza durante la mayor parte del siglo siguiente a la publicación de su obra póstuma (1677) será leída propiamente como un pensamiento anti-religioso al que hay que oponerse, sea porque sus obras inspiran al demonio y a la negación del perdón divino o porque escribir sobre él y su pensamiento requiera el ocultamiento o el disimulo, el tener las precauciones debidas como si se tratase del intento por cometer un crimen; así mismo de manera subterránea –entre círculos libertinos- contribuyó a la conformación del pensamiento ilustrado francés antes de la revolución, siendo fuente de inspiración para las ideas políticas del radicalismo republicano. Prueba de tal distancia interpretativa es la historia de la difusión de L’esprit de Monsieur Benoit de Spinoza, texto secreto conocido en sucesivas ediciones como “Tratado de los tres impostores”; se trata de un manuscrito anónimo de la cultura clandestina que forjó la ilustración radical de los siglos XVII y XVIII, concebido como un compendio de ideas anti-eclesiásticas y anti-absolutistas[1].
La tesis principal de dicho Tratado se centra en el origen puramente humano y político de las grandes religiones por obra de impostores, dicho texto se va a editar conjuntamente con la más antigua biografía de Spinoza escrita por el médico francés Maximilien Lucas, cuyas copias manuscritas se reunirán bajo el título La vie et l´esprit de Monsier Benoit de Spinosa. De acuerdo al estudio de Paul Verniére tal Tratado es una completa distorsión del espíritu del holandés, sin embargo no deja de ser una expresión de “la historia de los efectos”, es decir de lo que la filosofía es por la potencia de aquello que produce. 
Siguiendo este sentido sobre los efectos de Spinoza y el spinozismo, Jonahthan I. Israel, en su exhaustivo trabajo historiográfico sobre el movimiento radical Ilustrado[2], intenta colocar la ilustración radical de Spinoza, y por lo tanto su filosofía, en el lugar histórico y preponderante que le corresponde como parte de un fenómeno internacional, es decir, se trata de una figura central en el desarrollo del pensamiento moderno y afirma que visto en su amplio contexto histórico, Spinoza no tiene rival ni siquiera en Inglaterra con Hobbes, como fuente e inspiración de una sistemática redefinición del hombre, la cosmología, la política, la jerarquía social, la sexualidad y la ética en el sentido radical que su filosofía representó. Desde su perspectiva la figura de Spinoza marcó y dio forma de manera decisiva y fundamental a la tradición del pensamiento radical que se expandió eventualmente por todo el continente europeo y que ejerció una influencia decisiva en las generaciones sucesivas, cimbrando los fundamentos del pensamiento moderno en la expresión radical de una visión liberal para la cultura occidental.
Podríamos entonces, siguiendo tales conjeturas, preguntarnos si la influencia del pensamiento de Spinoza para la modernidad Ilustrada encuentra su radicalidad y lógica intempestiva en el lugar y sentido del deseo y la libertad por sus implicaciones en términos éticos y políticos.
Dicha lógica intempestiva se cifra principalmente en la tradición teológico-metafísica que su filosofía va a cuestionar y cuyo sentido ontológico, ético y político, va a erguirse sobre un nuevo horizonte, el de la Inmanencia, esto es, un Dios sin trascendencia, una libertad sin libre albedrío y/o voluntad, una ética sin moral y una política que tiene como causa el derecho natural de los hombres.
La concepción del Ser que plantea Spinoza en la primera parte de su Ética es la de ser causa de sí, la ecuación Deus sive Natura es la expresión necesaria de su potencia de existir, “Dios es causa inmanente pero no transitiva de todas las cosas que son en él“ (E1P18)[3], esto es,  la causa inmanente está dentro de aquello que causa, se identifica con lo que es y con lo que produce, y se expresa y es expresada a través de los atributos, es decir, la substancia es absolutamente infinita y los atributos que serán infinitos expresan su esencia infinita, Dios es causa de todas las cosas en el mismo sentido que es causa de sí.
Dado que toda sustancia es necesariamente infinita y única siendo anterior a sus afecciones (E1P1), no puede ésta ser pensada como distinta de otra y por lo tanto no pueden darse varias sino solo una que consta de infinitos atributos; así, dirá que “…quienes ignoran las verdaderas causas de las cosas confunden todo y atribuyen fácilmente a Dios afectos humanos, sobre todo mientras ignoran… como se producen los afectos en el alma” (E1P8S). Este planteamiento irá  delimitando una concepción que se opone radicalmente al antropomorfismo, esto es, a la idea e ideas que sustentan y derivan en un Dios que actúa por voluntad libre.
Dios como causa ontológica dentro de las cosas y no fuera de ellas deviene despliegue puro y afirmativo de una potencia autónoma y libre que carece de voluntad o fines y que, por su potencia infinita de existir, actúa por una absoluta necesidad inmanente, de suerte que “todo cuanto es, es en dios y sin Dios nada puede ser ni concebirse” (E1P15). Aquellos que se representan a Dios como un hombre, con cuerpo y alma, y sometido a pasiones, se encuentran lejos de un entendimiento adecuado de Dios, y dado que de la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas de infinitos modos, i.e., todo lo que puede caer bajo un entendimiento infinito, Dios o la Naturaleza es equivalente a la infinita red de determinaciones causales, será libre entonces, sólo en el sentido en que no puede ser determinado y obra en virtud de la sola necesidad de su naturaleza, y es por lo tanto, causa libre (E1Def7).
Dicho lo anterior, y puesto que todo cuanto existe está determinado a ser, es a través de los propios atributos que Dios comunica a todas las criaturas la potencia que les es propia, es decir, “ninguna cosa singular, o sea, ninguna cosa que es finita y tiene una existencia determinada puede existir, ni ser determinada a obrar, si no es determinada a existir y a obrar por otra causa, que es también finita y tiene una existencia determinada, y a su vez dicha causa no puede tampoco existir, ni ser determinada a obrar, si no es determinada a existir y a obrar por otra, que también es finita y tiene una existencia determinada y así hasta el infinito” (E1P28). Las cosas no han podido ser entonces producidas por Dios de ninguna otra manera que como lo han sido.
Atribuirle a Dios imperfección es absurdo puesto que todo se sigue de él y es determinado a ser por la potencia de su esencia. El determinismo es evidente. El ser se despliega permanentemente, en forma dinámica, y así la potencia es la esencia de cualquier realidad, por lo tanto el hombre, cosa entre cosas, y parte de la Naturaleza, se definirá como veremos por su deseo.
Bajo esta estricta visión racional queda no sólo desechado algún sentido o atribución religiosa a Dios, como un Dios personal con voluntad y cuya perfección se encuentre fuera de este mundo, por lo que su revolución metafísica va indiscutiblemente a rechazar cualquier ética que encuentre fundamento en alguna idea de trascendencia o de fines, pues parte de ideas inadecuadas que a su vez promueven y justifican la obediencia e impotencia humana. Veamos por qué.
En el apéndice de esta primera parte de la Ética, establece que la ilusión religiosa y los prejuicios que ésta genera desdibujan la verdadera naturaleza humana impidiendo con ello el desarrollo de la conciencia entendida no como mera proyección de un deseo desplazado[4], sino como conocimiento y entendimiento de su poder de afección, “…los hombres imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran”.  Se sigue por tanto que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, esto es, con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo.
Antes de ver el lugar del deseo o de la cupiditas que constituye la esencia del hombre, podemos hasta aquí tener presente que Spinoza considera la libertad y la necesidad como complementarias y no opuestas, como señala Marilena Chuai[5], existe el ser necesario por su naturaleza y su potencia que es Dios, y los seres necesarios por su causa,  los modos finitos, como el hombre. La libertad es la necesaria expresión de la potencia y esencia de Dios y de la potencia y esencia de los modos finitos, cuya causa está en Dios.
De los atributos infinitos de la Sustancia, nosotros participamos de dos, el del Pensamiento y la Extensión, en tanto determinación modal en la infinita red causativa de la sustancia, somos parte de ese infinito orden causal y por lo tanto sólo conocemos dos de estos atributos, ya que no podemos concebir como infinitas sino tan sólo aquellas cualidades que tenemos en nuestra esencia, a saber pensamiento y extensión (mente-cuerpo). En este sentido, y dado que los modos constituyen lo que es en otra cosa, llegamos velozmente al mundo de las cosas singulares en la cadena causal. Todas las cosas singulares tienen una existencia en la duración, nosotros incluidos, en tanto modo finito y parte de la Naturaleza Naturada[6]. La identidad que somos de cuerpo y mente va a suponer que el cuerpo y la mente no son dos cosas distintas sino la misma cosa manifestándose de dos maneras que dependen de un mismo orden causal, acá se considera el paralelismo de los modos, es decir, podemos describir a una persona o individuos tanto como un conjunto de procesos físicos en constante movimiento, como la expresión de sus ideas, pasiones, intenciones o deseos, cuyas expresiones constituyen dos maneras de expresar una misma naturaleza e identidad humana. El ser humano es, entonces, una parte entre partes de un todo determinado, sujeto a las leyes que constituyen su propia naturaleza finita y en relación a una multiplicidad y diversidad de seres que se encuentran dentro de las mismas condiciones. Al participar de la naturaleza infinita o ser parte de sus afirmaciones en tanto modificaciones, la realidad es siempre individual, esto es, la relación de participación es una relación expresiva que es a la vez ser y conocer, es decir, producir y actuar.
Spinoza dirá que lo primero que permite dar cuenta de la existencia del alma humana es la idea del cuerpo, a esto agregará que “… cuanto más apto es un cuerpo que los demás para obrar o padecer muchas cosas a la vez, tanto más apta es su alma que las demás para percibir muchas cosas a la vez…”, esto se sostiene a partir de la proposición trece de la segunda parte y su Corolario: “El objeto de la idea que constituye el alma humana es un cuerpo, o sea, cierto modo de la extensión existente en acto y no otra cosa. (…) De aquí se sigue que el hombre consta de un alma y un cuerpo, y que el cuerpo humano existe tal como lo sentimos”. A partir del planteamiento de la naturaleza de nuestro cuerpo, en la que alude a la noción de “individuo compuesto”, dicho cuerpo o individuo compuesto por los lemas IV, V y VI de esta parte dan razón de su naturaleza conservando una misma forma en el todo, es decir, que a través del cambio de las partes permanece la individualidad, “un individuo compuesto puede ser afectado de muchas maneras, conservando, no obstante su naturaleza…”. 
La importancia de esta determinación y condición de la naturaleza corpórea radica en que siendo el cuerpo y el alma una y la misma cosa, la existencia del alma depende de la existencia del cuerpo, la interdependencia es tal que las condiciones del conocimiento se constituyen en esa dinámica de íntima unión, siendo entonces el alma no sólo la idea del cuerpo, sino asimismo la idea de las afecciones del cuerpo, a la vez que el cuerpo humano siendo muy compuesto necesita para conservarse de muchísimos cuerpos, que actúan en la regeneración del mismo de forma continua (post. IV), de suerte que se constituye en un dispositivo que se complejiza en la medida en que es capaz de ser afectado, i.e., que guarda información de todas sus relaciones en un proceso de transformación y vitalidad constante, siendo el cuerpo “vestigio”.
Esta característica de los cuerpos como vestigios forma parte de la capacidad y complejidad de la vida afectiva humana, por ejemplo, con respecto a la memoria que hace mención en el TRE (Tratado de la Reforma del Entendimiento), establece que en la memoria no hay verdad sino afecto y un deseo ignorante de sí mismo. Tal condición afectiva tiene un lugar fundamental en el conocimiento que se da por la imaginación, siendo a su vez tal conocimiento esencial para la comprensión del poder de las pasiones en la constitución de la individualidad humana, sea que por su naturaleza conduzcan al ser humano a la esclavitud o a la libertad.
Pasemos entonces a lo que constituye la esencia del ser humano, a saber, el deseo, puesto que es a partir de tal condición esencial que se juega en su filosofía todo su planteamiento teórico sobre la afectividad humana. Siendo el deseo la esencia humana misma, compete tanto al cuerpo como al alma su satisfacción, donde la razón es mediadora, una especie de pasaje cuya actividad conduce a la máxima utilidad de los afectos, y que se realiza en la “ciencia intuitiva”. Así, se puede establecer que para Spinoza los géneros de conocimiento se convierten en dinámicas y registros inmanentes a la trama afectiva, que se expresan en relación al aumento o disminución de nuestra potencia de obrar, y será justamente a través de la verdadera comprensión de los afectos que nuestra transformación y liberación como subjetividades intersubjetivas o, mejor aún, como “individualidades transindividuales”, se realice; por lo tanto, no es posible para la ética y la política que él se propone realizar, explicar y restituir el lugar del hombre en la naturaleza, sin necesariamente comprender y asumir su naturaleza, el deseo.
Spinoza dedicará la tercera y cuarta parte de su Ética al estudio de la naturaleza afectiva de los seres humanos, así como a la servidumbre humana, preocupación central de la libertad en su filosofía, y que otorga sentido a la pregunta capital de su propuesta ético-política, por qué los hombres luchan por su esclavitud como si se tratase de su libertad. Dirá en el prefacio del tercer libro:
La mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y la conducta humana, parecen tratar no de cosas naturales que siguen las leyes ordinarias de la naturaleza, sino de cosas que están fuera de ésta. Más aún: parece que conciben al hombre, dentro de la naturaleza, como un imperio dentro de otro imperio. Pues creen que el hombre perturba, más bien que sigue, el orden de la naturaleza, que tiene una absoluta potencia sobre sus acciones y que sólo es determinado por sí mismo. Atribuyen además la causa de la impotencia e inconstancia humanas, no a la potencia común de la naturaleza, sino a no sé qué vicio de la naturaleza humana, a la que, por este motivo, deploran, ridiculizan, desprecian o, lo que es más frecuente, detestan; y se tiene por divino a quien sabe denigrar con mayor elocuencia o sutileza la impotencia del alma humana…

En estas líneas el filósofo apunta ya a la definición de lo humano como individuo singular que se encuentra determinado por leyes naturales que rigen  los propios mecanismos de su naturaleza afectiva, en tanto modo finito, y que  significan por tanto los límites de su acción, esto es, de su potencia de ser y de padecer.
Al modelo ilusorio de una trascendentalidad humana en otro mundo carente de pecado que la tradición religiosa habría construido, así como al renacentista del hombre como microcosmos capaz de reflejar la autosuficiencia del universo en el corazón mismo de su existencia, Spinoza opondrá una mirada donde cada individuo es tan sólo una parte entre partes de un todo. Bajo su estricto racionalismo considerará que las acciones y los deseos vitales de cada individuo son inseparables de los procesos naturales que le rigen, al decir que los afectos tales como el odio, la ira, la envidia, considerados en sí, se siguen de la misma necesidad de la naturaleza de las demás cosas singulares, estas poseen propiedades que son dignas de ser conocidas como cualquier otra cosa en cuya contemplación nos deleitemos.
De tal suerte que el conocimiento de la función de las pasiones, esto es, el conocimiento de su dinámica, es central, porque de tal conocimiento depende esencialmente la capacidad de acción de los individuos y con ello la instauración de un orden político que contribuya a la realización en la duración de su potencia existencial en tanto colectividad.
La condición de duración en la existencia de todo modo finito constituye en su planteamiento el grado de potencia que le corresponde a toda cosa singular de acuerdo a su esencia, dicha actividad queda completada con la actividad natural que a todos los seres o individuos pertenece en el orden de la naturaleza, a saber, su conatus. El conatus aparece en la tercera parte como Ley de toda la naturaleza, la identidad de esencia y potencia queda expresada para todas las cosas singulares mediante él, esto es, cada cosa se esfuerza cuanto está a su alcance por perservar en su ser, “por ello, la potencia de una cosa cualquiera, obra o intenta obrar algo –esto es, la potencia o esfuerzo por el que intenta perseverar en su ser- no es nada distinto de la esencia dada, o sea, actual, de la cosa misma” (E3P7); el deseo, dirá más adelante, “es el apetito (que se refiere al alma y al cuerpo) acompañado de la conciencia del mismo… queda claro… que nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos” (Escolio).
Por lo tanto, lo que caracteriza y determina esencial y potencialmente al ser humano es el deseo, es decir, la tendencia que lo determina a actuar o a padecer dependiendo la fuerza con la que logre conocerse a sí mismo, en virtud de comprender el poder de las pasiones, cuya disposición estará no sólo en función de la capacidad individual de cada ser, sino en la autodeterminación y conservación que logre establecer, esto es, su poder de autoconsciencia y de autoconservación estará determinado por su deseo.
En su definición de los afectos, Spinoza remite a que actuamos cuando somos causa adecuada y padecemos cuando somos causa parcial[7], así, los afectos son pasiones cuando por las determinaciones causales la potencia de actuar se ve mermada, y son acciones cuando dicha capacidad se potencializa.
La pregunta es ¿de qué manera somos causa adecuada de los afectos, si nos encontramos frente a una multiplicidad de fuerzas que nos afectan, así como de vivencias pasionales de las mismas? Seremos causa adecuada por el conocimiento, dado que nuestra esencia queda expresada por el poder de ser afectado y por las afecciones que colman dicho poder, aunque no deja de señalar que la mayoría de las veces es dominante el padecimiento que la acción. Aquí es donde la imaginación como género de conocimiento adquiere su importancia material, puesto que el hombre no se equivoca porque imagine sino porque desconoce las causas que le determinan. En el escolio de la proposición 35, parte dos, Spinoza ha planteado que no es lo mismo errar que ignorar, de suerte que la capacidad humana de imaginar es la condición misma a partir de la cual podemos conocer o engañarnos, el juego de este primer género de conocimiento en la vida afectiva-pasional es vital para nuestra existencia, principalmente porque a partir de ello damos cuenta de nuestra servidumbre o nuestra libertad.
En el escolio de P11 Spinoza agregará dos afectos que junto con el deseo componen y  generan todas las demás figuras de la afectividad, a saber, la alegría y la tristeza, siendo estos tres los puntos de registro de la diversidad de formas afectivas cuya variabilidad y multiplicidad dependen de cada individuo, así como el despliegue expresivo de su acción o padecimiento.
Los afectos son en general, y consecuentemente, pasajes de una menor a una mayor realidad y viceversa, esto significa que las pasiones y su transformación en afectos activos no son meros rasgos psicológicos de la conducta humana, sino que se trata de “energías naturales” que mostrarán las fuerzas que determinan interna o externamente la capacidad de los individuos de actuar o padecer[8]; a su vez, son los dispositivos mediante los cuales y a través de su elaboración se da lugar al conocimiento y transformación de nuestra condición humana. Es decir, constituyen las condiciones de nuestra pertenencia y autonomía, de ahí que la paradójica relación entre necesidad y libertad, vista desde la perspectiva de la afectividad, sea la consecuencia fundamental de toda acción y experiencia ética.
Para resumir, y ver el sentido del deseo y la libertad en su propuesta ética, queda claro que tanto la naturaleza afectiva y cognitiva del ser humano coexisten, de suerte que para comprender dicha implicación en la realización o emancipación humana, hace falta dinamitar ciertas estructuras que conducen inevitablemente a la violencia y a la destrucción en términos políticos. Será en el análisis del miedo y la esperanza -los afectos/pasiones que Spinoza considerará los más peligrosos-, donde se muestra tal sentido, pues son los que con mayor fuerza someten a la servidumbre a los hombres, siendo la esperanza una alegría inconstante, que brota de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo, y el miedo una tristeza inconstante, que brota de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo. Es decir, no hay esperanza sin miedo ni miedo sin esperanza, puesto que en ellas se mezclan la incertidumbre y la inconstancia imaginaria, lo que significa que el individuo vague en la sensación de que nada es en realidad, en la negación constante del presente que es cedido a un futuro imaginario e incluso a un pasado irrealizado, de tal manera que el individuo se dispone a evitar un mal que juzga va a producirse por un mal menor, no quiere lo que quiere y quiere lo que no quiere, quedando a merced del sometimiento; así, miedo y esperanza son desde su perspectiva los mecanismos de la servidumbre. Estos dos afectos son considerados entonces como los principales enemigos de la libertad humana, puesto que los comportamientos que pueden provocar son mucho más violentos y destructivos que los de cualquier otra pasión.
La importancia de dar cuenta de estas dos pasiones tanto en términos éticos como políticos es fundamental para comprender no sólo la trama afectiva humana, sino principalmente su posible libertad, puesto que “la fuerza y el incremento de una pasión cualquiera, así como su perseverancia en la existencia no se definen por la potencia con que nosotros nos esforzamos por perseverar en existir sino por la potencia de la causa exterior comparada con la nuestra (E4P5).
El diagnóstico del holandés, a diferencia de los estoicos, no mira estos afectos como distractores de la serenidad del sabio, sino como verdaderos obstáculos a la razón y a la vida, dado que permanecen arraigados al comportamiento humano y dominan tanto su cuerpo como su mente, al tiempo que impiden su libertad y realización ética, así como la construcción de sociedades más justas.
La experiencia de la inmanencia, podríamos brevemente concluir, se da en Spinoza a partir de la expresión del ser actual que en tanto potencia realiza y se manifiesta en la necesidad de su deseo expresivo de libertad. Será en la tercera figura del conocimiento o género, donde se exprese en toda su plenitud la libertad humana, esto es, el amor a la existencia como amor intelectual de Dios. Dejaré tal reflexión intempestiva para otro momento, y cierro esta reflexión con el acontecimiento del deseo y la libertad humana que desde la perspectiva del holandés son materialmente consecuentes, puesto que nuestro poder de actuar y de existir, y nuestro poder de pensar y entender, esto es, de amar, son una y la misma cosa.


[1] Cfr. Tratado de los Tres Impostores, Moíses, Jesús Cristo, Mahoma. Anónimo Clandestino del siglo XVIII, Traducción y prólogo de Diego Tatián, Editorial Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2007.
[2] Israel, Jonathan I, Radical Enlightenment, Philosophy and the making of modernity 1650-1750, Oxford University Press, New York, 2001.
[3] Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico. Traducción Vidal Peña, Editorial Tecnos, Madrid 2007. En adelante se establecen las referencias de la obra como E siguiéndose del número 1, 2, etc. según la parte que corresponde y así con sus siglas los Ax-Axioma, P-Proposición, Def-Definición, C-Corolario, S-Escolio, Post-Postulado, Lem-Lema, Pref.-prefacio, Ap-Apéndice; ejemplo: E3P9S, Ética, tercera parte, proposición 9, Escolio.
[4] Cfr.Deleuze, Guilles, Filosofía práctica, Traducción Antonio Escohotado, Ediciones Tusquets, Barcelona 2001.
[5] Cfr. Marilena Chaui, Política en Spinoza, Prólogo Diego Tatián, Editorial Gorla, Buenos Aires 2004.
[6] “…Por Naturaleza naturada, en cambio, entiendo todo aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios, o sea, de cada uno de los atributos de Dios, esto es, todos los modos de los atributos de dios, en cuanto considerados como cosas que son en Dios, y que sin Dios no pueden ser ni concebirse.” (E1P29S)
[7] Ver definición de los afectos, parte 3. Ética, OpCit.
[8] Cfr. Bodei, Remo, Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político. Primera reimpresión de la primera edición en español, FCE, 1997.


[i] Ponencia para el Coloquio “Historia, Progreso y Libertad”, Mesa 5 – De la libertad moderna hacia la rebelión Ilustrada. Seminario permanente de Historia de la Filosofía UACM – Centro Vlady, Jueves 12 de mayo 2011

martes, 24 de enero de 2012

Cuerpo y deseo: el camino a la prudencia (Bily López)


I El problema
El cuerpo ha sido para el discurso filosófico occidental uno de sus más grandes extravíos. Durante más de veinte siglos fue concebido como un peligro, una zozobra, un temblor que con su fuerza es capaz de derribar tranquilas certezas conceptuales, sólidas realidades ideales, y trémulas voluntades racionales. El cuerpo desatador de pasiones, colmador de deseos, fuente de trivialidades y apetencias obnubilantes del conocimiento. El cuerpo-carne, el cuerpo-bestia, el cuerpo-irracionalidad. Por ello, la tradición filosófica, salvo contadas excepciones, se encargó de petrificarlo y socavarlo mediante un sinnúmero de prácticas y estrategias encaminadas a su control, disimulo o negación, incluso, mediante su mera forma de enunciación: soma-sema: cuerpo-tumba.
Aparejado a este impulso petrificante del cuerpo y vivificante de cierta noción de episteme –propio de la tradición racionalista triunfante en Occidente– creció a lo largo de la historia un impulso exaltador de todo aquello en el ser humano que se concibió como actividad, valorando a lo pasivo y lo receptivo en el ser humano como lugares malditos que hay que evitar, controlar, o condenar: así la psyché frente al soma, la noesis frente a la aisthesis, la phrónesis frente a la hybris, la autarquía frente a la manía, y la boylesis frente al orexis.  Y es aquí en donde hemos de detenernos: la voluntad frente al deseo.
Durante siglos Occidente se encargó de situar a la voluntad en un campo semántico relacionado por entero con la actividad racional. En Grecia, a partir del siglo V a.C., pero sin ser completamente categóricos, encontramos a la psyché, al nous y a la noesis dirigiendo a la boylesis para generar phrónesis –alejada del orexis y la epitimía; mientras que en el mundo latino y medieval podemos encontrar al anima, al intellectus y a las cogitationes, determinando a la voluntas y combatiendo a la cupiditas para generar prudentia o temperantia; el vampirismo filosófico moderno se nutrió de estas distinciones para, con ellas, concebir a la prudencia dentro del camino abierto por la actividad de una cierta concepción secularizada de la voluntad que, por vía de la razón –concebida como una fuerza totalmente activa–, es capaz de determinar enteramente las acciones del ser humano; en la gran mayoría de los tratados modernos sobre las pasiones podemos encontrar al cuerpo y al deseo –salvo contadas y notables excepciones, como Spinoza, claro está– como aquello que en la existencia debe someterse por medio de la razón y la voluntad.
Este tipo de demarcaciones conceptuales, por supuesto, tenían una finalidad específica: construir una existencia guiada por la actividad de la episteme o la scientia, pues dichos conceptos se habían mostrado como las pautas más eficaces, al menos idealmente, para generar criterios pragmáticos en la toma de decisiones al interior de las comunidades. No nos movamos a engaños: la procedencia de las preocupaciones epistemológicas ha sido siempre política.
Sin embargo, para nadie con un poco de sensibilidad histórica y vivencial es un secreto que esta concepción del deseo y la voluntad obnubila la existencia y pervierte la convivencia. La histórica confianza en la razón –inaugurada por Platón y llevada a su culminación por Kant–, terminó construyendo órdenes políticos de exterminios hecatómbicos o selectivos que nadie debería ignorar. Por supuesto, la escuela de la sospecha supo adivinarlo, y por ello no es casual el sistemático rescate del cuerpo y las pasiones desde la segunda mitad del siglo XIX; a partir de entonces podemos encontrar el reposicionamiento de temas como la oscuridad, la pasión, el deseo, la materia, el erotismo y el cuerpo, frente al supuesto poder lumínico de la razón, puestos sobre la mesa por poetas y filósofos de distinta raigambre: fenomenólogos, hermeneutas, genealogistas y materialistas buscando el hilo quebradizo de Ariadna que nos hizo perder el camino en la existencia.
El cuerpo, por vía de la genealogía nietzscheana y la fenomenología husserliana, recuperó algunos de sus fueros en los que aún nadamos, ya con algunas certezas irreductibles, pero aún entre algunos hiatos que no hemos aprendido a navegar. El deseo, sin embargo, no ha corrido su misma suerte y permanece agazapado frente a una tradicional concepción de la voluntad que se niega a ceder; pese a Spinoza, pese a Nietzsche, y pese al mismo Freud, el deseo espera en la sombra concebido como falta, como carencia, como imaginación que necesita de una fuerza (la voluntad) para ser o no actualizado.
Por lo anterior, esbozaremos aquí, de la mano de algunas tradiciones filosóficas, precarios trazos para pensar el deseo desde el cuerpo, y así intentar mostrar algunas de las innecesarias colusiones entre voluntad y razón, tan extendidas en Occidente, y tan perniciosas para la vida.

II El cuerpo: materia e intensidades.
El cuerpo es irreductiblemente material. Todo lo que en él acaece tiene como procedencia la materia y la energía que a ésta le es propia (que a su vez es materia). Leucipo y Demócrito son los maestros: todo cuerpo es, sencillamente, materia y energía, átomos atrayéndose y repeliéndose, luchando, ordenándose y reacomodándose en el vacío. La sensación es material, y esto difícilmente se cuestiona, pues ahí están los sentidos: la vista, el tacto, etc.; pero bajo esta comprensión radicalmente materialista incluso los sentimientos y las cogitationes se precipitan y se conforman a partir del movimiento de flujos materiales-energéticos posibilitados por su estructura patológica: los cuerpos se afectan y son afectados, suscitan y son suscitados por acciones y reacciones. No existe substancia inmaterial o metafísica que ponga nada en movimiento o en reposo: el pensamiento es una forma de la materia, átomos cobrando la forma de una erección, un fluido, una tristeza, la más sublime de las ideas, o la más firme de las convicciones.[1] No hay alma substancial, ni razón trascendente, ni pensamiento que de ella emane como fundamento ulterior; su reducto último es la materialidad corpuscular de los cuerpos en acción.
El universo material del cuerpo, sin embargo, no es factum brutum aprehensible por cierto tipo de realismo ingenuo; ya Demócrito sabía que la sensibilidad está gobernada por la opinión y la convención,[2] y que la verdad gusta de ocultarse: la materialidad de un pensamiento o de una voluntad es difícil de percibirse mas que en sus propias ejecuciones, en cuya materialidad misma encontramos un sinfín de complicaciones, que no aporías, epistémicas. Hay que saber, pues, mirar más allá de la opinión y de la usual contraposición entre materia y pensamiento, pues son lo mismo, pero de diferente manera.
Spinoza lo supo comprender unos siglos después: “el alma y el cuerpo —nos dice el filósofo holandés— son una sola y misma cosa, que se concibe, ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el de la extensión”[3]. Con mayor precisión que Demócrito, y quizá con mayor claridad —pues el filósofo griego conserva la palabra psyché, y el filósofo marrano substituye anima por mens—, Spinoza decreta sin empacho que el alma o anima es sólo un ente de razón[4] que se piensa a sí misma a partir del cuerpo que ella misma es.[5] El ser humano, para Spinoza, es tan sólo un cuerpo que consta de algunos modos comprendidos en dos de los atributos de la substancia única: el pensamiento y la extensión. El anima, en este sentido, no anima, el anima es materia considerada desde el atributo del pensamiento; la conciencia es resultado de la materia, no su motor, no su fundamento.
Inspirado en buena medida por Demócrito y Spinoza, Nietzsche y su gran razón lo vuelven a dejar en claro: “Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido —llámase sí mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo” [6]. Para el filósofo alemán la materialidad del cuerpo es irreductible: “cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo”.[7] Sin embargo, el rescate del cuerpo en este momento de la filosofía tiene derroteros más claros y también más específicos, pues Nietzsche tiene frente a sí a una larga tradición filosófica cuya racionalidad ha construido una forma de moral que le parece despreciable; y, en buena medida, lo que ha propiciado —y permitido, simultáneamente— la emergencia de esta moralidad es el sistemático rechazo del cuerpo bajo el signo de esta racionalidad:
Lo que a mí me espanta en este espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de <<buena voluntad>>, de disciplina, de decencia, de valentía en las cosas del espíritu […] Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un <<alma>>,  un <<espíritu>>, para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad […] que […] se viese el valor superior, ¡qué digo!, el valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los instintos […] ¡Cómo! ¿La humanidad misma estaría en décadence? ¿Lo ha estado siempre? —Lo que es cierto es que se le han enseñado como valores supremos únicamente valores de décadence.[8]

Lo que le espanta a Nietzsche, pues, es la construcción de una cultura con base en una moralidad que va en contradicción de los instintos, de las certezas primeras, y que para ello se tuviese que inventar un alma, un espíritu y, en cierto sentido, una voluntad a su servicio. Memorables son los pasajes de la obra nietzscheana en los que se critica certeramente la construcción de la racionalidad en contraposición a las pasiones y los instintos. Ahí es a donde se dirige una buena parte del proyecto filosófico nietzscheano, al rescate del cuerpo, los instintos y las pasiones, para mostrar que su papel determinante en la construcción de la racionalidad y la cultura es mucho más relevante del que la tradición filosófica les había querido conceder. De hecho, una buena parte de su crítica a la subjetividad moderna consiste en el análisis de lo que él llamó cuerpo (Leib) e instinto (Trieb); y dicha crítica se afianza, ni más ni menos, que en la consideración del cuerpo y sus instintos, precisamente, como materia-fuerza,[9] más allá de la razón y, por supuesto, más allá de la voluntad.
No es este el lugar para abundar sobre estos planteamientos, sin embargo, su pura mención nos brinda la oportunidad para hacer el engarce con la ontología material de Demócrito y Spinoza respecto del cuerpo, así como para, a partir de ella, comenzar a explorar el terreno del deseo a partir de dicha ontología.

III  El deseo: su concepción negativa
Decíamos al inicio de este trabajo que sobre el deseo pesan dos estigmas principales. Primero, su contraposición a la voluntad racional en su realización o rechazo y, segundo, su concepción como falta o carencia. Ambos estigmas emergieron con toda claridad en la filosofía platónica y se desarrollaron con algunas variaciones a lo largo de la historia de la filosofía de corte racionalista que se ha impuesto en la historia de Occidente, penetrando en las fibras más sensibles de la conformación cultural, y colocándose con ello como una de las formas más perniciosas de autocomprensión que el ser humano haya generado.
Respecto de su relación con la razón y la voluntad, no se puede decir mucho más de lo que se puede adivinar a partir de las líneas precedentes, a saber, que el deseo, en su vinculación con el cuerpo —y su respectivo rechazo—, ha sido asociado a las apetencias irracionales generadoras de excesos perturbadores de ánimos quebradizos, impidiendo con ello el buen juicio y el recto actuar; motivo por el cual ha sido necesario, histórica y culturalmente, la invención de dispositivos de todo tipo para domeñarlo —entre los cuales se encuentran, por supuesto, la razón y la voluntad.[10]
Por otra parte, respecto de su concepción como falta, quizá valga la pena abundar un poco. La mitología griega está llena de referencias al respecto, sin embargo, el sesgo que buscamos lo podemos localizar, nuevamente, en Platón: el mito del Andrógino, en el que se fundamenta la interminable búsqueda del otro en la ontológica insuficiencia frente a la plenitud y la sobreabundacia perdidas; el mito de Eros hijo de Poros y Penia, en la que el amor se comprende con base en la pobreza y la carencia simbolizada por Penia —claro, también está la abundancia, la fuerza y el arrojo simbolizado por Poros, pero este impulso de nada serviría si no se padeciese, primero, de una carencia originaria que hay que colmar[11]; la argumentación en el Gorgias respecto de la intemperancia y el dominio de sí mismo por medio del símil de los toneles, en el que los apetitos suponen un vacío qué llenar[12]; y así, como estos, podríamos encontrar varios ejemplos más en el mismo sentido. Este estigma del deseo como falta, sin embargo, acaso sea más persistente que el primero, pues se trasmina más allá de la Modernidad y penetra, de manera un tanto desconcertante, hasta Freud —gran pensador del cuerpo y de los instintos que en él acaecen.
El padre del psicoanálisis, crítico furioso de la subjetividad moderna, de sus pretensiones y sus ilusiones, así como ícono de la crítica a la cultura, y agente de revoluciones conceptuales en distintos ámbitos del pensamiento y las prácticas occidentales, no fue capaz de escapar de este estigma. Al interior de su aparato conceptual, y en distintos momentos de su desarrollo, podemos observar que las pulsiones, a pesar de ser fuerzas activas, y de ser consideradas el verdadero motor de las acciones, siempre intentan llenar una satisfacción procedente de algún tipo de carencia, es decir, como una <<necesidad>> que sólo cesa mediante su <<satisfacción>>.[13] En este sentido, aunque no escape al estigma, podemos localizar a las pulsiones al interior de su pensamiento como uno de los elementos más plausibles en su crítica a la razón y la voluntad, pues ellas, en su carácter fronterizo entre lo anímico y lo somático[14], exigen siempre una satisfacción, de modo que toda razón, toda voluntad, y toda prudencia, no harán nada más, en el fondo, que obedecer a estas pulsiones inconscientes.
Por otra parte, la relación que Freud establece entre significado y significante en su filosofía, aunada a su concepción de las pulsiones, da como resultado una concepción del deseo en el mismo sentido. Para Freud el deseo es deseo de objeto o, a lo mucho, de su símbolo; es por ello que en la práctica psicoanalítica acaece una reducción brutal de la producción deseante: todo deseo está supeditado o remitido a la recuperación o actualización de diversas experiencias infantiles traumáticas o acomplejantes; de modo que el deseo, que obedece a las pulsiones, no es sino el intento por satisfacer impulsos insatisfechos pertenecientes a una infancia perdida: no deseamos un cigarro, deseamos el seno materno; no deseamos a un hombre o a una mujer, deseamos a papá o a mamá.

IV El deseo: su concepción positiva
Ahora bien, tomando como punto de partida estos dos estigmas sobre el deseo, y recuperando la ontología corporal trazada con la ayuda de Demócrito, Spinoza y Nietzsche, intentemos, de la mano de Deleuze y Guattari, construir otra manera de concebir al deseo.
Obcecado en pensar la pluralidad, Deleuze trazó sus itinerarios filosóficos releyendo a estos y otros autores —como Leibniz, Bergson y Hume— en la búsqueda de una ontología de la diferencia que nos permitiera pensar al mundo, y a nosotros con él, más allá de las tradicionales identidades metafísicas. Por su parte, el pasado lacaniano de Guattari, sus incursiones activas en movimientos militantes de izquierda, así como en la experimentación de técnicas innovadoras en la rehabilitación psiquiátrica, le brindaron francas convicciones revolucionarias. Por ello, el encuentro de ambos pensadores no podía sino generar conceptos novedosos al interior de la filosofía misma, sentando buenas bases para repensar algunos de los temas más apremiantes en la cultura de Occidente; y entre ellos, claro está, podemos encontrar al cuerpo y al deseo.
Para los pensadores franceses, al igual que para la tradición que hemos intentado recuperar, el cuerpo es irreductiblemente material. Desde El Anti Edipo podemos asistir a la construcción de una ontología maquínico-material que tiene como objetivo romper uno de los grandes paradigmas de la humana autocomprensión fundada en el siglo XX: el psicoanálisis. En este sentido, abandonando los dualismos tradicionales del tipo sensible/inteligible, psíquico/somático, trascendencia/inmanencia, interior/exterior, y otros por el estilo usados en filosofía, proponen la constitución de lo humano a partir de la inmanencia material de las fuerzas que constituyen todo cuerpo. Un cuerpo es materia que forma un plano de inmanencia en el que concurren las fuerzas que componen su materia. En este sentido, conciben a la Naturaleza, y al ser humano con ella, como una gran maquinaria de acoplamientos y desacoplamientos que en sus flujos constituyen los órdenes y los desórdenes de los que somos testigos; de hecho, el ser testigo no es sino el resultado mismo de una serie específica de flujos concurrentes en un determinado campo de inmanencia al que ellos llaman, con Artaud, <<cuerpo sin órganos>>.[15] Cada cuerpo sin órganos con su respectivo plano de inmanencia se acopla y se desacopla maquínicamente con otros cuerpos y con otros planos en movimientos de desterritorialización y reterritorialización que, en su proceso, le dan forma a lo que tradicionalmente suele conocerse como mismidad. Lo real, en este sentido, es concebido como un perpetuo devenir cuyas determinaciones pueden ser ubicadas a partir de los flujos y las intensidades que lo recorren en sus planos de inmanencia.
Todo cuerpo, desde esta perspectiva, no es sino un constante devenir-otro en bloques de fuerzas que lo atraviesan. La avispa que deviene-orquídea en el proceso de polinización; el hombre que deviene-animal al montar a caballo; el ano que deviene-flatulencia al expeler gases; la mano que deviene-teclado al escribir una ponencia; la boca que deviene-voz al pronunciarla, pero que también deviene-vómito cuando el estómago deviene-indigestión tras haber devenido el cuerpo-borrachera. Estos devenires, con sus respectivos acoplamientos, forman máquinas con funcionamientos específicos, máquinas cuyas piezas pueden ser completamente determinables a través de sus funcionamientos materiales respectivos.
Para Deleuze y Guattari no hay secretos, no hay realidades ocultas, no hay significado detrás del significante, todo está ahí, a la vista desde su funcionamiento maquínico orquestado por el deseo, pues es él quien “no cesa de efectuar el acoplamiento de flujos continuos y de objetos parciales esencialmente fragmentarios y fragmentados. El deseo hace fluir, fluye y corta”.[16] El deseo es la fuerza, el proceso material que desarrolla un plano de inmanencia “recorrido por partículas y flujos que se escapan tanto de los objetos como de los sujetos”[17].
Respecto del deseo, dice Deleuze en sus Diálogos: “¿Quién, salvo los curas, se atrevería a llamar <<carencia>> a eso? Nietzsche lo llamaba voluntad de poder. Podemos llamarlo de otro modo. Por ejemplo, gracia. Si desear no es nada fácil es precisamente porque en lugar de carecer da, <<virtud que da>>”.[18] En este sentido, al aparejar su concepto de deseo con el de la voluntad de poder nietzscheana podemos apreciar con mayor claridad hacia dónde apunta: el deseo es querer más, voluntad de rebasamiento, voluntad de superación-de-sí-mismo. El deseo es la fuerza inmanente a cierta organización material que quiere ir-más-allá-de-sí-misma. No es el resultado de una conciencia autofundada, no es un impulso que procede de la bestialidad, no es un anhelo proveniente de la parte apetitiva del alma, ni el resultado de una carencia originaria o artificial. Es, de manera más elemental, la fuerza de la materia deplegándose a sí misma en el ejercicio de su propia fuerza, y que entra en relación con otros campos de inmanencia.
En este sentido, su contraposición con la voluntad y la razón resulta baladí, pues —como en Spinoza— tanto la voluntad como la razón no son más que resultados figurativos de esta fuerza llamada deseo. Lo que tradicionalmente conocemos como voluntad y razón, en este sentido, no son más que expresiones simuladas o planos del deseo, pues, como afirma Spinoza, “El deseo es la esencia misma del hombre en cuanto es concebida como determinada a hacer algo en virtud de una afección cualquiera que se da en ella” [19]. Esa afección cualquiera, claro está, es resultado de la afectabilidad de los cuerpos, es decir, de su poder de afectar y ser afectados. De modo que, quizá, y sólo quizá, mediante esta conceptualización del deseo puede resultar innecesario seguir trazando límites arbitrarios entre un deseo y una voluntad, pues la realización de una fuerza dependería de la intensidad de la afección que la genere, ya sea por medio de la imaginación o de lo que fuere. Así, junto con el marrano holandés, pero simultáneamente más allá de él, podríamos concluir junto con Deleuze que “El deseo no es, pues, interior a un sujeto, ni tampoco tiende hacia un objeto: es estrictamente inmanente a un plano al que no preexiste, a un plano que es necesario construir, y en el que las partículas se emiten y los flujos se conjugan”[20].


IV El camino a la prudencia: la materialidad del deseo: de-sidere (abandonar el cielo y arraigarse a la tierra)
A través de los recorridos anteriores, como es evidente, quedan muchos hilos que anudar. Sin embargo, por razones de espacio, conviene sólo hacer unos breves apuntes más.
Uno de los presupuestos más evidentes de las distinciones cuerpo/alma y voluntad/deseo lo podemos encontrar en aquello que Nietzsche caracterizó como cierta forma de la debilidad. En la génesis de la muerte de la tragedia y el nacimiento de la filosofía, es decir, en el proceso en el que emergió la vocación filosófica de la ilustración griega, cuyos influjos no hemos dejado de ejercer y padecer, el catedrático de Basilea encontró que esos griegos, los griegos filosóficos, “tuvieron que volverse débiles en algo, al grado tal que dejaron de ser capaces de afirmar la vida con todas sus violencias, contradicciones y sinsentidos”, de modo que tuvieron que echar mano de la razón y la voluntad para hacer del mundo, y de ellos mismos, algo calculable, mensurable y dominable. Y es que, amén de su debilidad, razón no les faltó, pues el mundo, y nosotros con él, en efecto, es violento, contradictorio y sinsentido. Desde la interpretación de Nietzsche, lo que ha sido denominado como voluntad y razón en la historia de la filosofía no es más que un instrumento de dominación y control de determinadas experiencias que, de no controlarse, pueden ser francamente peligrosas. De ahí la larga tradición que concibe al cuerpo —y con él a las pasiones, los instintos y los deseos— como algo a evitarse.
Sin embargo, si concebimos al deseo, no como el lugar de la hybris, en contraposición a la phrónesis ejercida por la voluntad, sino como el resultado inevitable de una fuerza que se experimenta, y cuyos efectos, en términos de violencia, contradicción y sinsentido, no son en nada diferentes a los de la voluntad (pues ontológicamente son indistintos), entonces quizá volvamos a tener el valor de concebir, junto con Onfray, que “desear es experimentar el trabajo de una energía que obstruye y llama a la expansión”[21]. Es decir, a concebir el deseo, todo deseo, incluido aquello que solemos distinguir bajo el nombre de la voluntad, como experiencia y vivencia qué construir y enfrentar, desde la cual nos construimos a nosotros mismos experimentándonos a nosotros mismos, construyendo nuestras máquinas deseantes alejados de perversos funcionamientos cercenadores de la existencia; construyendo, en fin, agenciamientos favorables que permitan la aparición de nuevas formas de prudencia. 


[1] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres, IX, 44; Aristóteles, Acerca del alma, I, 2, 404a.
[2] Sexto Empírico, Adversus Mathematicos, VII, 135,.
[3] Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, parte III, proposición II, escolio.
[4] Baruch Spinoza, Tratado breve, I, X.                 
[5] Cf., Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, parte II, proposición XIII.
[6] Friedrich Nietzsche, “De los despreciadores del cuerpo”, en Así habló Zaratustra.
[7] Idem.
[8] Friedrich Nietzsche, “Por qué soy un destino”, 7, en Ecce homo.
[9] Cf., Friedrich Nietzsche, Aurora, §116-130.
[10] El surgimiento de la voluntad y de la racionalidad que aún nos gobierna pueden rastrearse genealógicamente y encontrarse en la historia de las prácticas y los conceptos.
[11] Cf., Platón, Banquete, 189c-193d, 203b-204ª.
[12] Cf., Platón, Gorgias, 493d y ss.
[13] Sigmund Freud, “Pulsiones y destino de pulsión”, en Obras completas, vol. XIV, p. 114.
[14] Ibidem, p. 117.
[15] Cf., Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo, capítulo I; Mil mesetas, “¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos?”.
[16] Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo, p. 15.
[17] Gilles Deleuze y Claire Parnet, “Psicoanálisis muerto analiza”, en Diálogos, p. 101.
[18] Ibidem, p. 103.
[19] Cf., Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, parte III, definición de los afectos.
[20] Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos, p. 102.
[21] Michel Onfray, Teoría del cuerpo enamorado, p. 82.