El seminario

El cuerpo, la pasión y el deseo son algunos de los temas a los que la filosofía se ha enfrentado a lo largo de su historia con sintomática frecuencia. Paradójicamente, los tratamientos que de ellos ha hecho la tradición filosófica triunfante han terminado colocándolos en el lugar del ocultamiento, el menosprecio, el rechazo o el olvido, de modo que han terminado convirtiéndose en algunos de sus mayores extravíos. La intención principal de este seminario es reconstruir, de la mano de diversas tradiciones y saberes, formas alternas de concebir y experimentar la filosofía, precisamente, desde los cuerpos, las pasiones y los deseos.
El grupo de investigadores que conformamos este seminario consideramos pertinente descentralizar la mera intelectualidad de las prácticas filosóficas para poder entender a la filosofía como una práctica y una forma de vida que nos arraiga a la diversidad desde distintos horizontes interpretativos.

martes, 24 de enero de 2012

Cuerpo y deseo: el camino a la prudencia (Bily López)


I El problema
El cuerpo ha sido para el discurso filosófico occidental uno de sus más grandes extravíos. Durante más de veinte siglos fue concebido como un peligro, una zozobra, un temblor que con su fuerza es capaz de derribar tranquilas certezas conceptuales, sólidas realidades ideales, y trémulas voluntades racionales. El cuerpo desatador de pasiones, colmador de deseos, fuente de trivialidades y apetencias obnubilantes del conocimiento. El cuerpo-carne, el cuerpo-bestia, el cuerpo-irracionalidad. Por ello, la tradición filosófica, salvo contadas excepciones, se encargó de petrificarlo y socavarlo mediante un sinnúmero de prácticas y estrategias encaminadas a su control, disimulo o negación, incluso, mediante su mera forma de enunciación: soma-sema: cuerpo-tumba.
Aparejado a este impulso petrificante del cuerpo y vivificante de cierta noción de episteme –propio de la tradición racionalista triunfante en Occidente– creció a lo largo de la historia un impulso exaltador de todo aquello en el ser humano que se concibió como actividad, valorando a lo pasivo y lo receptivo en el ser humano como lugares malditos que hay que evitar, controlar, o condenar: así la psyché frente al soma, la noesis frente a la aisthesis, la phrónesis frente a la hybris, la autarquía frente a la manía, y la boylesis frente al orexis.  Y es aquí en donde hemos de detenernos: la voluntad frente al deseo.
Durante siglos Occidente se encargó de situar a la voluntad en un campo semántico relacionado por entero con la actividad racional. En Grecia, a partir del siglo V a.C., pero sin ser completamente categóricos, encontramos a la psyché, al nous y a la noesis dirigiendo a la boylesis para generar phrónesis –alejada del orexis y la epitimía; mientras que en el mundo latino y medieval podemos encontrar al anima, al intellectus y a las cogitationes, determinando a la voluntas y combatiendo a la cupiditas para generar prudentia o temperantia; el vampirismo filosófico moderno se nutrió de estas distinciones para, con ellas, concebir a la prudencia dentro del camino abierto por la actividad de una cierta concepción secularizada de la voluntad que, por vía de la razón –concebida como una fuerza totalmente activa–, es capaz de determinar enteramente las acciones del ser humano; en la gran mayoría de los tratados modernos sobre las pasiones podemos encontrar al cuerpo y al deseo –salvo contadas y notables excepciones, como Spinoza, claro está– como aquello que en la existencia debe someterse por medio de la razón y la voluntad.
Este tipo de demarcaciones conceptuales, por supuesto, tenían una finalidad específica: construir una existencia guiada por la actividad de la episteme o la scientia, pues dichos conceptos se habían mostrado como las pautas más eficaces, al menos idealmente, para generar criterios pragmáticos en la toma de decisiones al interior de las comunidades. No nos movamos a engaños: la procedencia de las preocupaciones epistemológicas ha sido siempre política.
Sin embargo, para nadie con un poco de sensibilidad histórica y vivencial es un secreto que esta concepción del deseo y la voluntad obnubila la existencia y pervierte la convivencia. La histórica confianza en la razón –inaugurada por Platón y llevada a su culminación por Kant–, terminó construyendo órdenes políticos de exterminios hecatómbicos o selectivos que nadie debería ignorar. Por supuesto, la escuela de la sospecha supo adivinarlo, y por ello no es casual el sistemático rescate del cuerpo y las pasiones desde la segunda mitad del siglo XIX; a partir de entonces podemos encontrar el reposicionamiento de temas como la oscuridad, la pasión, el deseo, la materia, el erotismo y el cuerpo, frente al supuesto poder lumínico de la razón, puestos sobre la mesa por poetas y filósofos de distinta raigambre: fenomenólogos, hermeneutas, genealogistas y materialistas buscando el hilo quebradizo de Ariadna que nos hizo perder el camino en la existencia.
El cuerpo, por vía de la genealogía nietzscheana y la fenomenología husserliana, recuperó algunos de sus fueros en los que aún nadamos, ya con algunas certezas irreductibles, pero aún entre algunos hiatos que no hemos aprendido a navegar. El deseo, sin embargo, no ha corrido su misma suerte y permanece agazapado frente a una tradicional concepción de la voluntad que se niega a ceder; pese a Spinoza, pese a Nietzsche, y pese al mismo Freud, el deseo espera en la sombra concebido como falta, como carencia, como imaginación que necesita de una fuerza (la voluntad) para ser o no actualizado.
Por lo anterior, esbozaremos aquí, de la mano de algunas tradiciones filosóficas, precarios trazos para pensar el deseo desde el cuerpo, y así intentar mostrar algunas de las innecesarias colusiones entre voluntad y razón, tan extendidas en Occidente, y tan perniciosas para la vida.

II El cuerpo: materia e intensidades.
El cuerpo es irreductiblemente material. Todo lo que en él acaece tiene como procedencia la materia y la energía que a ésta le es propia (que a su vez es materia). Leucipo y Demócrito son los maestros: todo cuerpo es, sencillamente, materia y energía, átomos atrayéndose y repeliéndose, luchando, ordenándose y reacomodándose en el vacío. La sensación es material, y esto difícilmente se cuestiona, pues ahí están los sentidos: la vista, el tacto, etc.; pero bajo esta comprensión radicalmente materialista incluso los sentimientos y las cogitationes se precipitan y se conforman a partir del movimiento de flujos materiales-energéticos posibilitados por su estructura patológica: los cuerpos se afectan y son afectados, suscitan y son suscitados por acciones y reacciones. No existe substancia inmaterial o metafísica que ponga nada en movimiento o en reposo: el pensamiento es una forma de la materia, átomos cobrando la forma de una erección, un fluido, una tristeza, la más sublime de las ideas, o la más firme de las convicciones.[1] No hay alma substancial, ni razón trascendente, ni pensamiento que de ella emane como fundamento ulterior; su reducto último es la materialidad corpuscular de los cuerpos en acción.
El universo material del cuerpo, sin embargo, no es factum brutum aprehensible por cierto tipo de realismo ingenuo; ya Demócrito sabía que la sensibilidad está gobernada por la opinión y la convención,[2] y que la verdad gusta de ocultarse: la materialidad de un pensamiento o de una voluntad es difícil de percibirse mas que en sus propias ejecuciones, en cuya materialidad misma encontramos un sinfín de complicaciones, que no aporías, epistémicas. Hay que saber, pues, mirar más allá de la opinión y de la usual contraposición entre materia y pensamiento, pues son lo mismo, pero de diferente manera.
Spinoza lo supo comprender unos siglos después: “el alma y el cuerpo —nos dice el filósofo holandés— son una sola y misma cosa, que se concibe, ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el de la extensión”[3]. Con mayor precisión que Demócrito, y quizá con mayor claridad —pues el filósofo griego conserva la palabra psyché, y el filósofo marrano substituye anima por mens—, Spinoza decreta sin empacho que el alma o anima es sólo un ente de razón[4] que se piensa a sí misma a partir del cuerpo que ella misma es.[5] El ser humano, para Spinoza, es tan sólo un cuerpo que consta de algunos modos comprendidos en dos de los atributos de la substancia única: el pensamiento y la extensión. El anima, en este sentido, no anima, el anima es materia considerada desde el atributo del pensamiento; la conciencia es resultado de la materia, no su motor, no su fundamento.
Inspirado en buena medida por Demócrito y Spinoza, Nietzsche y su gran razón lo vuelven a dejar en claro: “Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido —llámase sí mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo” [6]. Para el filósofo alemán la materialidad del cuerpo es irreductible: “cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo”.[7] Sin embargo, el rescate del cuerpo en este momento de la filosofía tiene derroteros más claros y también más específicos, pues Nietzsche tiene frente a sí a una larga tradición filosófica cuya racionalidad ha construido una forma de moral que le parece despreciable; y, en buena medida, lo que ha propiciado —y permitido, simultáneamente— la emergencia de esta moralidad es el sistemático rechazo del cuerpo bajo el signo de esta racionalidad:
Lo que a mí me espanta en este espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de <<buena voluntad>>, de disciplina, de decencia, de valentía en las cosas del espíritu […] Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un <<alma>>,  un <<espíritu>>, para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad […] que […] se viese el valor superior, ¡qué digo!, el valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los instintos […] ¡Cómo! ¿La humanidad misma estaría en décadence? ¿Lo ha estado siempre? —Lo que es cierto es que se le han enseñado como valores supremos únicamente valores de décadence.[8]

Lo que le espanta a Nietzsche, pues, es la construcción de una cultura con base en una moralidad que va en contradicción de los instintos, de las certezas primeras, y que para ello se tuviese que inventar un alma, un espíritu y, en cierto sentido, una voluntad a su servicio. Memorables son los pasajes de la obra nietzscheana en los que se critica certeramente la construcción de la racionalidad en contraposición a las pasiones y los instintos. Ahí es a donde se dirige una buena parte del proyecto filosófico nietzscheano, al rescate del cuerpo, los instintos y las pasiones, para mostrar que su papel determinante en la construcción de la racionalidad y la cultura es mucho más relevante del que la tradición filosófica les había querido conceder. De hecho, una buena parte de su crítica a la subjetividad moderna consiste en el análisis de lo que él llamó cuerpo (Leib) e instinto (Trieb); y dicha crítica se afianza, ni más ni menos, que en la consideración del cuerpo y sus instintos, precisamente, como materia-fuerza,[9] más allá de la razón y, por supuesto, más allá de la voluntad.
No es este el lugar para abundar sobre estos planteamientos, sin embargo, su pura mención nos brinda la oportunidad para hacer el engarce con la ontología material de Demócrito y Spinoza respecto del cuerpo, así como para, a partir de ella, comenzar a explorar el terreno del deseo a partir de dicha ontología.

III  El deseo: su concepción negativa
Decíamos al inicio de este trabajo que sobre el deseo pesan dos estigmas principales. Primero, su contraposición a la voluntad racional en su realización o rechazo y, segundo, su concepción como falta o carencia. Ambos estigmas emergieron con toda claridad en la filosofía platónica y se desarrollaron con algunas variaciones a lo largo de la historia de la filosofía de corte racionalista que se ha impuesto en la historia de Occidente, penetrando en las fibras más sensibles de la conformación cultural, y colocándose con ello como una de las formas más perniciosas de autocomprensión que el ser humano haya generado.
Respecto de su relación con la razón y la voluntad, no se puede decir mucho más de lo que se puede adivinar a partir de las líneas precedentes, a saber, que el deseo, en su vinculación con el cuerpo —y su respectivo rechazo—, ha sido asociado a las apetencias irracionales generadoras de excesos perturbadores de ánimos quebradizos, impidiendo con ello el buen juicio y el recto actuar; motivo por el cual ha sido necesario, histórica y culturalmente, la invención de dispositivos de todo tipo para domeñarlo —entre los cuales se encuentran, por supuesto, la razón y la voluntad.[10]
Por otra parte, respecto de su concepción como falta, quizá valga la pena abundar un poco. La mitología griega está llena de referencias al respecto, sin embargo, el sesgo que buscamos lo podemos localizar, nuevamente, en Platón: el mito del Andrógino, en el que se fundamenta la interminable búsqueda del otro en la ontológica insuficiencia frente a la plenitud y la sobreabundacia perdidas; el mito de Eros hijo de Poros y Penia, en la que el amor se comprende con base en la pobreza y la carencia simbolizada por Penia —claro, también está la abundancia, la fuerza y el arrojo simbolizado por Poros, pero este impulso de nada serviría si no se padeciese, primero, de una carencia originaria que hay que colmar[11]; la argumentación en el Gorgias respecto de la intemperancia y el dominio de sí mismo por medio del símil de los toneles, en el que los apetitos suponen un vacío qué llenar[12]; y así, como estos, podríamos encontrar varios ejemplos más en el mismo sentido. Este estigma del deseo como falta, sin embargo, acaso sea más persistente que el primero, pues se trasmina más allá de la Modernidad y penetra, de manera un tanto desconcertante, hasta Freud —gran pensador del cuerpo y de los instintos que en él acaecen.
El padre del psicoanálisis, crítico furioso de la subjetividad moderna, de sus pretensiones y sus ilusiones, así como ícono de la crítica a la cultura, y agente de revoluciones conceptuales en distintos ámbitos del pensamiento y las prácticas occidentales, no fue capaz de escapar de este estigma. Al interior de su aparato conceptual, y en distintos momentos de su desarrollo, podemos observar que las pulsiones, a pesar de ser fuerzas activas, y de ser consideradas el verdadero motor de las acciones, siempre intentan llenar una satisfacción procedente de algún tipo de carencia, es decir, como una <<necesidad>> que sólo cesa mediante su <<satisfacción>>.[13] En este sentido, aunque no escape al estigma, podemos localizar a las pulsiones al interior de su pensamiento como uno de los elementos más plausibles en su crítica a la razón y la voluntad, pues ellas, en su carácter fronterizo entre lo anímico y lo somático[14], exigen siempre una satisfacción, de modo que toda razón, toda voluntad, y toda prudencia, no harán nada más, en el fondo, que obedecer a estas pulsiones inconscientes.
Por otra parte, la relación que Freud establece entre significado y significante en su filosofía, aunada a su concepción de las pulsiones, da como resultado una concepción del deseo en el mismo sentido. Para Freud el deseo es deseo de objeto o, a lo mucho, de su símbolo; es por ello que en la práctica psicoanalítica acaece una reducción brutal de la producción deseante: todo deseo está supeditado o remitido a la recuperación o actualización de diversas experiencias infantiles traumáticas o acomplejantes; de modo que el deseo, que obedece a las pulsiones, no es sino el intento por satisfacer impulsos insatisfechos pertenecientes a una infancia perdida: no deseamos un cigarro, deseamos el seno materno; no deseamos a un hombre o a una mujer, deseamos a papá o a mamá.

IV El deseo: su concepción positiva
Ahora bien, tomando como punto de partida estos dos estigmas sobre el deseo, y recuperando la ontología corporal trazada con la ayuda de Demócrito, Spinoza y Nietzsche, intentemos, de la mano de Deleuze y Guattari, construir otra manera de concebir al deseo.
Obcecado en pensar la pluralidad, Deleuze trazó sus itinerarios filosóficos releyendo a estos y otros autores —como Leibniz, Bergson y Hume— en la búsqueda de una ontología de la diferencia que nos permitiera pensar al mundo, y a nosotros con él, más allá de las tradicionales identidades metafísicas. Por su parte, el pasado lacaniano de Guattari, sus incursiones activas en movimientos militantes de izquierda, así como en la experimentación de técnicas innovadoras en la rehabilitación psiquiátrica, le brindaron francas convicciones revolucionarias. Por ello, el encuentro de ambos pensadores no podía sino generar conceptos novedosos al interior de la filosofía misma, sentando buenas bases para repensar algunos de los temas más apremiantes en la cultura de Occidente; y entre ellos, claro está, podemos encontrar al cuerpo y al deseo.
Para los pensadores franceses, al igual que para la tradición que hemos intentado recuperar, el cuerpo es irreductiblemente material. Desde El Anti Edipo podemos asistir a la construcción de una ontología maquínico-material que tiene como objetivo romper uno de los grandes paradigmas de la humana autocomprensión fundada en el siglo XX: el psicoanálisis. En este sentido, abandonando los dualismos tradicionales del tipo sensible/inteligible, psíquico/somático, trascendencia/inmanencia, interior/exterior, y otros por el estilo usados en filosofía, proponen la constitución de lo humano a partir de la inmanencia material de las fuerzas que constituyen todo cuerpo. Un cuerpo es materia que forma un plano de inmanencia en el que concurren las fuerzas que componen su materia. En este sentido, conciben a la Naturaleza, y al ser humano con ella, como una gran maquinaria de acoplamientos y desacoplamientos que en sus flujos constituyen los órdenes y los desórdenes de los que somos testigos; de hecho, el ser testigo no es sino el resultado mismo de una serie específica de flujos concurrentes en un determinado campo de inmanencia al que ellos llaman, con Artaud, <<cuerpo sin órganos>>.[15] Cada cuerpo sin órganos con su respectivo plano de inmanencia se acopla y se desacopla maquínicamente con otros cuerpos y con otros planos en movimientos de desterritorialización y reterritorialización que, en su proceso, le dan forma a lo que tradicionalmente suele conocerse como mismidad. Lo real, en este sentido, es concebido como un perpetuo devenir cuyas determinaciones pueden ser ubicadas a partir de los flujos y las intensidades que lo recorren en sus planos de inmanencia.
Todo cuerpo, desde esta perspectiva, no es sino un constante devenir-otro en bloques de fuerzas que lo atraviesan. La avispa que deviene-orquídea en el proceso de polinización; el hombre que deviene-animal al montar a caballo; el ano que deviene-flatulencia al expeler gases; la mano que deviene-teclado al escribir una ponencia; la boca que deviene-voz al pronunciarla, pero que también deviene-vómito cuando el estómago deviene-indigestión tras haber devenido el cuerpo-borrachera. Estos devenires, con sus respectivos acoplamientos, forman máquinas con funcionamientos específicos, máquinas cuyas piezas pueden ser completamente determinables a través de sus funcionamientos materiales respectivos.
Para Deleuze y Guattari no hay secretos, no hay realidades ocultas, no hay significado detrás del significante, todo está ahí, a la vista desde su funcionamiento maquínico orquestado por el deseo, pues es él quien “no cesa de efectuar el acoplamiento de flujos continuos y de objetos parciales esencialmente fragmentarios y fragmentados. El deseo hace fluir, fluye y corta”.[16] El deseo es la fuerza, el proceso material que desarrolla un plano de inmanencia “recorrido por partículas y flujos que se escapan tanto de los objetos como de los sujetos”[17].
Respecto del deseo, dice Deleuze en sus Diálogos: “¿Quién, salvo los curas, se atrevería a llamar <<carencia>> a eso? Nietzsche lo llamaba voluntad de poder. Podemos llamarlo de otro modo. Por ejemplo, gracia. Si desear no es nada fácil es precisamente porque en lugar de carecer da, <<virtud que da>>”.[18] En este sentido, al aparejar su concepto de deseo con el de la voluntad de poder nietzscheana podemos apreciar con mayor claridad hacia dónde apunta: el deseo es querer más, voluntad de rebasamiento, voluntad de superación-de-sí-mismo. El deseo es la fuerza inmanente a cierta organización material que quiere ir-más-allá-de-sí-misma. No es el resultado de una conciencia autofundada, no es un impulso que procede de la bestialidad, no es un anhelo proveniente de la parte apetitiva del alma, ni el resultado de una carencia originaria o artificial. Es, de manera más elemental, la fuerza de la materia deplegándose a sí misma en el ejercicio de su propia fuerza, y que entra en relación con otros campos de inmanencia.
En este sentido, su contraposición con la voluntad y la razón resulta baladí, pues —como en Spinoza— tanto la voluntad como la razón no son más que resultados figurativos de esta fuerza llamada deseo. Lo que tradicionalmente conocemos como voluntad y razón, en este sentido, no son más que expresiones simuladas o planos del deseo, pues, como afirma Spinoza, “El deseo es la esencia misma del hombre en cuanto es concebida como determinada a hacer algo en virtud de una afección cualquiera que se da en ella” [19]. Esa afección cualquiera, claro está, es resultado de la afectabilidad de los cuerpos, es decir, de su poder de afectar y ser afectados. De modo que, quizá, y sólo quizá, mediante esta conceptualización del deseo puede resultar innecesario seguir trazando límites arbitrarios entre un deseo y una voluntad, pues la realización de una fuerza dependería de la intensidad de la afección que la genere, ya sea por medio de la imaginación o de lo que fuere. Así, junto con el marrano holandés, pero simultáneamente más allá de él, podríamos concluir junto con Deleuze que “El deseo no es, pues, interior a un sujeto, ni tampoco tiende hacia un objeto: es estrictamente inmanente a un plano al que no preexiste, a un plano que es necesario construir, y en el que las partículas se emiten y los flujos se conjugan”[20].


IV El camino a la prudencia: la materialidad del deseo: de-sidere (abandonar el cielo y arraigarse a la tierra)
A través de los recorridos anteriores, como es evidente, quedan muchos hilos que anudar. Sin embargo, por razones de espacio, conviene sólo hacer unos breves apuntes más.
Uno de los presupuestos más evidentes de las distinciones cuerpo/alma y voluntad/deseo lo podemos encontrar en aquello que Nietzsche caracterizó como cierta forma de la debilidad. En la génesis de la muerte de la tragedia y el nacimiento de la filosofía, es decir, en el proceso en el que emergió la vocación filosófica de la ilustración griega, cuyos influjos no hemos dejado de ejercer y padecer, el catedrático de Basilea encontró que esos griegos, los griegos filosóficos, “tuvieron que volverse débiles en algo, al grado tal que dejaron de ser capaces de afirmar la vida con todas sus violencias, contradicciones y sinsentidos”, de modo que tuvieron que echar mano de la razón y la voluntad para hacer del mundo, y de ellos mismos, algo calculable, mensurable y dominable. Y es que, amén de su debilidad, razón no les faltó, pues el mundo, y nosotros con él, en efecto, es violento, contradictorio y sinsentido. Desde la interpretación de Nietzsche, lo que ha sido denominado como voluntad y razón en la historia de la filosofía no es más que un instrumento de dominación y control de determinadas experiencias que, de no controlarse, pueden ser francamente peligrosas. De ahí la larga tradición que concibe al cuerpo —y con él a las pasiones, los instintos y los deseos— como algo a evitarse.
Sin embargo, si concebimos al deseo, no como el lugar de la hybris, en contraposición a la phrónesis ejercida por la voluntad, sino como el resultado inevitable de una fuerza que se experimenta, y cuyos efectos, en términos de violencia, contradicción y sinsentido, no son en nada diferentes a los de la voluntad (pues ontológicamente son indistintos), entonces quizá volvamos a tener el valor de concebir, junto con Onfray, que “desear es experimentar el trabajo de una energía que obstruye y llama a la expansión”[21]. Es decir, a concebir el deseo, todo deseo, incluido aquello que solemos distinguir bajo el nombre de la voluntad, como experiencia y vivencia qué construir y enfrentar, desde la cual nos construimos a nosotros mismos experimentándonos a nosotros mismos, construyendo nuestras máquinas deseantes alejados de perversos funcionamientos cercenadores de la existencia; construyendo, en fin, agenciamientos favorables que permitan la aparición de nuevas formas de prudencia. 


[1] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres, IX, 44; Aristóteles, Acerca del alma, I, 2, 404a.
[2] Sexto Empírico, Adversus Mathematicos, VII, 135,.
[3] Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, parte III, proposición II, escolio.
[4] Baruch Spinoza, Tratado breve, I, X.                 
[5] Cf., Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, parte II, proposición XIII.
[6] Friedrich Nietzsche, “De los despreciadores del cuerpo”, en Así habló Zaratustra.
[7] Idem.
[8] Friedrich Nietzsche, “Por qué soy un destino”, 7, en Ecce homo.
[9] Cf., Friedrich Nietzsche, Aurora, §116-130.
[10] El surgimiento de la voluntad y de la racionalidad que aún nos gobierna pueden rastrearse genealógicamente y encontrarse en la historia de las prácticas y los conceptos.
[11] Cf., Platón, Banquete, 189c-193d, 203b-204ª.
[12] Cf., Platón, Gorgias, 493d y ss.
[13] Sigmund Freud, “Pulsiones y destino de pulsión”, en Obras completas, vol. XIV, p. 114.
[14] Ibidem, p. 117.
[15] Cf., Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo, capítulo I; Mil mesetas, “¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos?”.
[16] Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo, p. 15.
[17] Gilles Deleuze y Claire Parnet, “Psicoanálisis muerto analiza”, en Diálogos, p. 101.
[18] Ibidem, p. 103.
[19] Cf., Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, parte III, definición de los afectos.
[20] Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos, p. 102.
[21] Michel Onfray, Teoría del cuerpo enamorado, p. 82.

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