I El problema
El cuerpo ha sido para el
discurso filosófico occidental uno de sus más grandes extravíos. Durante más de
veinte siglos fue concebido como un peligro, una zozobra, un temblor que con su
fuerza es capaz de derribar tranquilas certezas conceptuales, sólidas realidades
ideales, y trémulas voluntades racionales. El cuerpo desatador de pasiones,
colmador de deseos, fuente de trivialidades y apetencias obnubilantes del
conocimiento. El cuerpo-carne, el cuerpo-bestia, el cuerpo-irracionalidad. Por
ello, la tradición filosófica, salvo contadas excepciones, se encargó de
petrificarlo y socavarlo mediante un sinnúmero de prácticas y estrategias
encaminadas a su control, disimulo o negación, incluso, mediante su mera forma
de enunciación: soma-sema:
cuerpo-tumba.
Aparejado a este impulso
petrificante del cuerpo y vivificante de cierta noción de episteme –propio de la tradición racionalista triunfante en
Occidente– creció a lo largo de la historia un impulso exaltador de todo
aquello en el ser humano que se concibió como actividad, valorando a lo pasivo
y lo receptivo en el ser humano como lugares malditos que hay que evitar,
controlar, o condenar: así la psyché
frente al soma, la noesis frente a la aisthesis, la phrónesis
frente a la hybris, la autarquía frente a la manía, y la boylesis frente al orexis. Y es aquí en donde hemos de detenernos:
la voluntad frente al deseo.
Durante siglos Occidente se
encargó de situar a la voluntad en un campo semántico relacionado por entero
con la actividad racional. En Grecia, a partir del siglo V a.C., pero sin ser
completamente categóricos, encontramos a la psyché,
al nous y a la noesis dirigiendo a la boylesis
para generar phrónesis –alejada del orexis y la epitimía; mientras que en el mundo latino y medieval podemos
encontrar al anima, al intellectus y a las cogitationes, determinando a la voluntas
y combatiendo a la cupiditas para
generar prudentia o temperantia; el vampirismo filosófico
moderno se nutrió de estas distinciones para, con ellas, concebir a la
prudencia dentro del camino abierto por la actividad de una cierta concepción
secularizada de la voluntad que, por vía de la razón –concebida como una fuerza
totalmente activa–, es capaz de determinar enteramente las acciones del ser
humano; en la gran mayoría de los tratados modernos sobre las pasiones podemos
encontrar al cuerpo y al deseo –salvo contadas y notables excepciones, como
Spinoza, claro está– como aquello que en la existencia debe someterse por medio
de la razón y la voluntad.
Este tipo de
demarcaciones conceptuales, por supuesto, tenían una finalidad específica:
construir una existencia guiada por la actividad de la episteme o la scientia,
pues dichos conceptos se habían mostrado como las pautas más eficaces, al menos
idealmente, para generar criterios pragmáticos en la toma de decisiones al
interior de las comunidades. No nos movamos a engaños: la procedencia de las
preocupaciones epistemológicas ha sido siempre política.
Sin embargo, para
nadie con un poco de sensibilidad histórica y vivencial es un secreto que esta
concepción del deseo y la voluntad obnubila la existencia y pervierte la
convivencia. La histórica confianza en la razón –inaugurada por Platón y
llevada a su culminación por Kant–, terminó construyendo órdenes políticos de
exterminios hecatómbicos o selectivos que nadie debería ignorar. Por supuesto,
la escuela de la sospecha supo
adivinarlo, y por ello no es casual el sistemático rescate del cuerpo y las
pasiones desde la segunda mitad del siglo XIX; a partir de entonces podemos
encontrar el reposicionamiento de temas como la oscuridad, la pasión, el deseo,
la materia, el erotismo y el cuerpo, frente al supuesto poder lumínico de la
razón, puestos sobre la mesa por poetas y filósofos de distinta raigambre:
fenomenólogos, hermeneutas, genealogistas y materialistas buscando el hilo
quebradizo de Ariadna que nos hizo perder el camino en la existencia.
El cuerpo, por vía de
la genealogía nietzscheana y la fenomenología husserliana, recuperó algunos de
sus fueros en los que aún nadamos, ya con algunas certezas irreductibles, pero
aún entre algunos hiatos que no hemos aprendido a navegar. El deseo, sin
embargo, no ha corrido su misma suerte y permanece agazapado frente a una
tradicional concepción de la voluntad que se niega a ceder; pese a Spinoza,
pese a Nietzsche, y pese al mismo Freud, el deseo espera en la sombra concebido
como falta, como carencia, como imaginación que necesita de una fuerza (la
voluntad) para ser o no actualizado.
Por lo anterior,
esbozaremos aquí, de la mano de algunas tradiciones filosóficas, precarios
trazos para pensar el deseo desde el cuerpo, y así intentar mostrar algunas de
las innecesarias colusiones entre voluntad y razón, tan extendidas en Occidente,
y tan perniciosas para la vida.
II El cuerpo: materia e intensidades.
El cuerpo es
irreductiblemente material. Todo lo que en él acaece tiene como procedencia la
materia y la energía que a ésta le es propia (que a su vez es materia). Leucipo
y Demócrito son los maestros: todo cuerpo es, sencillamente, materia y energía,
átomos atrayéndose y repeliéndose, luchando, ordenándose y reacomodándose en el
vacío. La sensación es material, y esto difícilmente se cuestiona, pues ahí
están los sentidos: la vista, el tacto, etc.; pero bajo esta comprensión
radicalmente materialista incluso los sentimientos y las cogitationes se precipitan y se conforman a partir del movimiento
de flujos materiales-energéticos posibilitados por su estructura patológica:
los cuerpos se afectan y son afectados, suscitan y son suscitados por acciones
y reacciones. No existe substancia inmaterial o metafísica que ponga nada en
movimiento o en reposo: el pensamiento es una forma de la materia, átomos
cobrando la forma de una erección, un fluido, una tristeza, la más sublime de
las ideas, o la más firme de las convicciones.[1]
No hay alma substancial, ni razón trascendente, ni pensamiento que de ella
emane como fundamento ulterior; su reducto último es la materialidad
corpuscular de los cuerpos en acción.
El universo material
del cuerpo, sin embargo, no es factum
brutum aprehensible por cierto tipo de realismo ingenuo; ya Demócrito sabía
que la sensibilidad está gobernada por la opinión y la convención,[2]
y que la verdad gusta de ocultarse: la materialidad de un pensamiento o de una
voluntad es difícil de percibirse mas que en sus propias ejecuciones, en cuya
materialidad misma encontramos un sinfín de complicaciones, que no aporías,
epistémicas. Hay que saber, pues, mirar más allá de la opinión y de la usual contraposición
entre materia y pensamiento, pues son lo mismo, pero de diferente manera.
Spinoza lo supo
comprender unos siglos después: “el alma y el cuerpo —nos dice el filósofo
holandés— son una sola y misma cosa, que se concibe, ya bajo el atributo del pensamiento,
ya bajo el de la extensión”[3].
Con mayor precisión que Demócrito, y quizá con mayor claridad —pues el filósofo
griego conserva la palabra psyché, y el
filósofo marrano substituye anima por
mens—, Spinoza decreta sin empacho
que el alma o anima es sólo un ente
de razón[4]
que se piensa a sí misma a partir del cuerpo que ella misma es.[5]
El ser humano, para Spinoza, es tan sólo un cuerpo que consta de algunos modos
comprendidos en dos de los atributos de la substancia única: el pensamiento y
la extensión. El anima, en este
sentido, no anima, el anima es
materia considerada desde el atributo del pensamiento; la conciencia es
resultado de la materia, no su motor, no su fundamento.
Inspirado en buena
medida por Demócrito y Spinoza, Nietzsche y su gran razón lo vuelven a dejar en
claro: “Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un
soberano poderoso, un sabio desconocido —llámase sí mismo. En tu cuerpo habita,
es tu cuerpo” [6].
Para el filósofo alemán la materialidad del cuerpo es irreductible: “cuerpo soy
yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar
algo en el cuerpo”.[7] Sin embargo,
el rescate del cuerpo en este momento de la filosofía tiene derroteros más
claros y también más específicos, pues Nietzsche tiene frente a sí a una larga
tradición filosófica cuya racionalidad ha construido una forma de moral que le
parece despreciable; y, en buena medida, lo que ha propiciado —y permitido,
simultáneamente— la emergencia de esta moralidad es el sistemático rechazo del
cuerpo bajo el signo de esta racionalidad:
Lo que a mí me espanta en este
espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de
<<buena voluntad>>, de disciplina, de decencia, de valentía en las
cosas del espíritu […] Que se aprendiese a despreciar los instintos
primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un
<<alma>>, un
<<espíritu>>, para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una
cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad […] que […] se viese
el valor superior, ¡qué digo!, el valor
en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los
instintos […] ¡Cómo! ¿La humanidad misma estaría en décadence? ¿Lo ha estado
siempre? —Lo que es cierto es que se le han enseñado como valores supremos
únicamente valores de décadence.[8]
Lo que le espanta a
Nietzsche, pues, es la construcción de una cultura con base en una moralidad
que va en contradicción de los instintos, de las certezas primeras, y que para
ello se tuviese que inventar un alma, un espíritu y, en cierto sentido, una
voluntad a su servicio. Memorables son los pasajes de la obra nietzscheana en
los que se critica certeramente la construcción de la racionalidad en
contraposición a las pasiones y los instintos. Ahí es a donde se dirige una
buena parte del proyecto filosófico nietzscheano, al rescate del cuerpo, los
instintos y las pasiones, para mostrar que su papel determinante en la
construcción de la racionalidad y la cultura es mucho más relevante del que la
tradición filosófica les había querido conceder. De hecho, una buena parte de
su crítica a la subjetividad moderna consiste en el análisis de lo que él llamó
cuerpo (Leib) e instinto (Trieb); y dicha crítica se afianza, ni
más ni menos, que en la consideración del cuerpo y sus instintos, precisamente,
como materia-fuerza,[9] más allá de
la razón y, por supuesto, más allá de la voluntad.
No es este el lugar
para abundar sobre estos planteamientos, sin embargo, su pura mención nos
brinda la oportunidad para hacer el engarce con la ontología material de
Demócrito y Spinoza respecto del cuerpo, así como para, a partir de ella,
comenzar a explorar el terreno del deseo a partir de dicha ontología.
III El
deseo: su concepción negativa
Decíamos al inicio de
este trabajo que sobre el deseo pesan dos estigmas principales. Primero, su
contraposición a la voluntad racional en su realización o rechazo y, segundo, su
concepción como falta o carencia. Ambos estigmas emergieron con toda claridad
en la filosofía platónica y se desarrollaron con algunas variaciones a lo largo
de la historia de la filosofía de corte racionalista que se ha impuesto en la
historia de Occidente, penetrando en las fibras más sensibles de la
conformación cultural, y colocándose con ello como una de las formas más perniciosas
de autocomprensión que el ser humano haya generado.
Respecto de su
relación con la razón y la voluntad, no se puede decir mucho más de lo que se
puede adivinar a partir de las líneas precedentes, a saber, que el deseo, en su
vinculación con el cuerpo —y su respectivo rechazo—, ha sido asociado a las
apetencias irracionales generadoras de excesos perturbadores de ánimos
quebradizos, impidiendo con ello el buen juicio y el recto actuar; motivo por
el cual ha sido necesario, histórica y culturalmente, la invención de
dispositivos de todo tipo para domeñarlo —entre los cuales se encuentran, por
supuesto, la razón y la voluntad.[10]
Por otra parte,
respecto de su concepción como falta, quizá valga la pena abundar un poco. La
mitología griega está llena de referencias al respecto, sin embargo, el sesgo
que buscamos lo podemos localizar, nuevamente, en Platón: el mito del
Andrógino, en el que se fundamenta la interminable búsqueda del otro en la
ontológica insuficiencia frente a la plenitud y la sobreabundacia perdidas; el
mito de Eros hijo de Poros y Penia, en la que el amor se comprende con base en
la pobreza y la carencia simbolizada por Penia —claro, también está la
abundancia, la fuerza y el arrojo simbolizado por Poros, pero este impulso de
nada serviría si no se padeciese, primero, de una carencia originaria que hay
que colmar[11];
la argumentación en el Gorgias respecto de la intemperancia y el dominio de sí
mismo por medio del símil de los toneles, en el que los apetitos suponen un
vacío qué llenar[12]; y así,
como estos, podríamos encontrar varios ejemplos más en el mismo sentido. Este
estigma del deseo como falta, sin embargo, acaso sea más persistente que el
primero, pues se trasmina más allá de la Modernidad y penetra, de manera un
tanto desconcertante, hasta Freud —gran pensador del cuerpo y de los instintos
que en él acaecen.
El padre del
psicoanálisis, crítico furioso de la subjetividad moderna, de sus pretensiones
y sus ilusiones, así como ícono de la crítica a la cultura, y agente de
revoluciones conceptuales en distintos ámbitos del pensamiento y las prácticas
occidentales, no fue capaz de escapar de este estigma. Al interior de su
aparato conceptual, y en distintos momentos de su desarrollo, podemos observar
que las pulsiones, a pesar de ser fuerzas activas, y de ser consideradas el
verdadero motor de las acciones, siempre intentan llenar una satisfacción
procedente de algún tipo de carencia, es decir, como una
<<necesidad>> que sólo cesa mediante su
<<satisfacción>>.[13]
En este sentido, aunque no escape al estigma, podemos localizar a las pulsiones
al interior de su pensamiento como uno de los elementos más plausibles en su
crítica a la razón y la voluntad, pues ellas, en su carácter fronterizo entre
lo anímico y lo somático[14],
exigen siempre una satisfacción, de modo que toda razón, toda voluntad, y toda
prudencia, no harán nada más, en el fondo, que obedecer a estas pulsiones
inconscientes.
Por otra parte, la
relación que Freud establece entre significado y significante en su filosofía,
aunada a su concepción de las pulsiones, da como resultado una concepción del
deseo en el mismo sentido. Para Freud el deseo es deseo de objeto o, a lo
mucho, de su símbolo; es por ello que en la práctica psicoanalítica acaece una
reducción brutal de la producción deseante: todo deseo está supeditado o
remitido a la recuperación o actualización de diversas experiencias infantiles
traumáticas o acomplejantes; de modo que el deseo, que obedece a las pulsiones,
no es sino el intento por satisfacer impulsos insatisfechos pertenecientes a
una infancia perdida: no deseamos un cigarro, deseamos el seno materno; no
deseamos a un hombre o a una mujer, deseamos a papá o a mamá.
IV El deseo: su concepción positiva
Ahora bien, tomando
como punto de partida estos dos estigmas sobre el deseo, y recuperando la
ontología corporal trazada con la ayuda de Demócrito, Spinoza y Nietzsche,
intentemos, de la mano de Deleuze y Guattari, construir otra manera de concebir
al deseo.
Obcecado en pensar la
pluralidad, Deleuze trazó sus itinerarios filosóficos releyendo a estos y otros
autores —como Leibniz, Bergson y Hume— en la búsqueda de una ontología de la
diferencia que nos permitiera pensar al mundo, y a nosotros con él, más allá de
las tradicionales identidades metafísicas. Por su parte, el pasado lacaniano de
Guattari, sus incursiones activas en movimientos militantes de izquierda, así
como en la experimentación de técnicas innovadoras en la rehabilitación
psiquiátrica, le brindaron francas convicciones revolucionarias. Por ello, el
encuentro de ambos pensadores no podía sino generar conceptos novedosos al
interior de la filosofía misma, sentando buenas bases para repensar algunos de
los temas más apremiantes en la cultura de Occidente; y entre ellos, claro
está, podemos encontrar al cuerpo y al deseo.
Para los pensadores
franceses, al igual que para la tradición que hemos intentado recuperar, el
cuerpo es irreductiblemente material. Desde El
Anti Edipo podemos asistir a la construcción de una ontología
maquínico-material que tiene como objetivo romper uno de los grandes paradigmas
de la humana autocomprensión fundada en el siglo XX: el psicoanálisis. En este
sentido, abandonando los dualismos tradicionales del tipo sensible/inteligible,
psíquico/somático, trascendencia/inmanencia, interior/exterior, y otros por el
estilo usados en filosofía, proponen la constitución de lo humano a partir de
la inmanencia material de las fuerzas que constituyen todo cuerpo. Un cuerpo es
materia que forma un plano de inmanencia en el que concurren las fuerzas que
componen su materia. En este sentido, conciben a la Naturaleza, y al ser humano
con ella, como una gran maquinaria de acoplamientos y desacoplamientos que en
sus flujos constituyen los órdenes y los desórdenes de los que somos testigos;
de hecho, el ser testigo no es sino el resultado mismo de una serie específica
de flujos concurrentes en un determinado campo de inmanencia al que ellos
llaman, con Artaud, <<cuerpo sin órganos>>.[15]
Cada cuerpo sin órganos con su respectivo plano de inmanencia se acopla y se
desacopla maquínicamente con otros cuerpos y con otros planos en movimientos de
desterritorialización y reterritorialización que, en su proceso, le dan forma a
lo que tradicionalmente suele conocerse como mismidad. Lo real, en este sentido, es concebido como un perpetuo
devenir cuyas determinaciones pueden ser ubicadas a partir de los flujos y las
intensidades que lo recorren en sus planos de inmanencia.
Todo cuerpo, desde
esta perspectiva, no es sino un constante devenir-otro en bloques de fuerzas
que lo atraviesan. La avispa que deviene-orquídea en el proceso de
polinización; el hombre que deviene-animal al montar a caballo; el ano que
deviene-flatulencia al expeler gases; la mano que deviene-teclado al escribir
una ponencia; la boca que deviene-voz al pronunciarla, pero que también
deviene-vómito cuando el estómago deviene-indigestión tras haber devenido el
cuerpo-borrachera. Estos devenires, con sus respectivos acoplamientos, forman
máquinas con funcionamientos específicos, máquinas cuyas piezas pueden ser completamente
determinables a través de sus funcionamientos materiales respectivos.
Para Deleuze y
Guattari no hay secretos, no hay realidades ocultas, no hay significado detrás
del significante, todo está ahí, a la vista desde su funcionamiento maquínico orquestado
por el deseo, pues es él quien “no cesa de efectuar el acoplamiento de flujos
continuos y de objetos parciales esencialmente fragmentarios y fragmentados. El
deseo hace fluir, fluye y corta”.[16]
El deseo es la fuerza, el proceso material que desarrolla un plano de
inmanencia “recorrido por partículas y flujos que se escapan tanto de los
objetos como de los sujetos”[17].
Respecto del deseo,
dice Deleuze en sus Diálogos: “¿Quién,
salvo los curas, se atrevería a llamar <<carencia>> a eso?
Nietzsche lo llamaba voluntad de poder. Podemos llamarlo de otro modo. Por
ejemplo, gracia. Si desear no es nada fácil es precisamente porque en lugar de
carecer da, <<virtud que da>>”.[18]
En este sentido, al aparejar su concepto de deseo con el de la voluntad de
poder nietzscheana podemos apreciar con mayor claridad hacia dónde apunta: el
deseo es querer más, voluntad de rebasamiento, voluntad de
superación-de-sí-mismo. El deseo es la fuerza inmanente a cierta organización
material que quiere ir-más-allá-de-sí-misma. No es el resultado de una
conciencia autofundada, no es un impulso que procede de la bestialidad, no es
un anhelo proveniente de la parte apetitiva del alma, ni el resultado de una
carencia originaria o artificial. Es, de manera más elemental, la fuerza de la
materia deplegándose a sí misma en el ejercicio de su propia fuerza, y que
entra en relación con otros campos de inmanencia.
En este sentido, su
contraposición con la voluntad y la razón resulta baladí, pues —como en
Spinoza— tanto la voluntad como la razón no son más que resultados figurativos de
esta fuerza llamada deseo. Lo que tradicionalmente conocemos como voluntad y
razón, en este sentido, no son más que expresiones simuladas o planos del
deseo, pues, como afirma Spinoza, “El deseo es la esencia misma del hombre en
cuanto es concebida como determinada a hacer algo en virtud de una afección
cualquiera que se da en ella” [19].
Esa afección cualquiera, claro está, es resultado de la afectabilidad de los
cuerpos, es decir, de su poder de afectar y ser afectados. De modo que, quizá,
y sólo quizá, mediante esta conceptualización del deseo puede resultar
innecesario seguir trazando límites arbitrarios entre un deseo y una voluntad,
pues la realización de una fuerza dependería de la intensidad de la afección
que la genere, ya sea por medio de la imaginación o de lo que fuere. Así, junto
con el marrano holandés, pero simultáneamente más allá de él, podríamos
concluir junto con Deleuze que “El deseo no es, pues, interior a un sujeto, ni
tampoco tiende hacia un objeto: es estrictamente inmanente a un plano al que no
preexiste, a un plano que es necesario construir, y en el que las partículas se
emiten y los flujos se conjugan”[20].
IV El camino a la prudencia: la materialidad
del deseo: de-sidere (abandonar el cielo y arraigarse a la tierra)
A través de los
recorridos anteriores, como es evidente, quedan muchos hilos que anudar. Sin
embargo, por razones de espacio, conviene sólo hacer unos breves apuntes más.
Uno de los
presupuestos más evidentes de las distinciones cuerpo/alma y voluntad/deseo lo
podemos encontrar en aquello que Nietzsche caracterizó como cierta forma de la
debilidad. En la génesis de la muerte de la tragedia y el nacimiento de la
filosofía, es decir, en el proceso en el que emergió la vocación filosófica de
la ilustración griega, cuyos influjos no hemos dejado de ejercer y padecer, el
catedrático de Basilea encontró que esos griegos, los griegos filosóficos,
“tuvieron que volverse débiles en algo, al grado tal que dejaron de ser capaces
de afirmar la vida con todas sus violencias, contradicciones y sinsentidos”, de
modo que tuvieron que echar mano de la razón y la voluntad para hacer del
mundo, y de ellos mismos, algo calculable, mensurable y dominable. Y es que,
amén de su debilidad, razón no les faltó, pues el mundo, y nosotros con él, en
efecto, es violento, contradictorio y sinsentido. Desde la interpretación de
Nietzsche, lo que ha sido denominado como voluntad y razón en la historia de la
filosofía no es más que un instrumento de dominación y control de determinadas
experiencias que, de no controlarse, pueden ser francamente peligrosas. De ahí
la larga tradición que concibe al cuerpo —y con él a las pasiones, los
instintos y los deseos— como algo a evitarse.
Sin embargo, si
concebimos al deseo, no como el lugar de la hybris,
en contraposición a la phrónesis
ejercida por la voluntad, sino como el resultado inevitable de una fuerza que
se experimenta, y cuyos efectos, en términos de violencia, contradicción y
sinsentido, no son en nada diferentes a los de la voluntad (pues
ontológicamente son indistintos), entonces quizá volvamos a tener el valor de
concebir, junto con Onfray, que “desear es experimentar el trabajo de una
energía que obstruye y llama a la expansión”[21].
Es decir, a concebir el deseo, todo deseo, incluido aquello que solemos
distinguir bajo el nombre de la voluntad, como experiencia y vivencia qué
construir y enfrentar, desde la cual nos construimos a nosotros mismos
experimentándonos a nosotros mismos, construyendo nuestras máquinas deseantes
alejados de perversos funcionamientos cercenadores de la existencia;
construyendo, en fin, agenciamientos favorables que permitan la aparición de
nuevas formas de prudencia.
[1]
Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres, IX,
44; Aristóteles, Acerca del alma, I,
2, 404a.
[2]
Sexto Empírico, Adversus Mathematicos, VII, 135,.
[3]
Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico,
parte III, proposición II, escolio.
[4] Baruch
Spinoza, Tratado breve, I, X.
[6]
Friedrich Nietzsche, “De los
despreciadores del cuerpo”, en Así habló
Zaratustra.
[8]
Friedrich Nietzsche, “Por qué
soy un destino”, 7, en Ecce homo.
[10]
El surgimiento de la voluntad
y de la racionalidad que aún nos gobierna pueden rastrearse genealógicamente y
encontrarse en la historia de las prácticas y los conceptos.
[11]
Cf., Platón, Banquete, 189c-193d, 203b-204ª.
[12] Cf., Platón, Gorgias, 493d y ss.
[13]
Sigmund Freud, “Pulsiones y
destino de pulsión”, en Obras completas,
vol. XIV, p. 114.
[15] Cf., Gilles Deleuze y Félix Guattari, El
Anti Edipo, capítulo I; Mil mesetas,
“¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos?”.
[16]
Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti
Edipo, p. 15.
[17]
Gilles Deleuze y Claire
Parnet, “Psicoanálisis muerto analiza”, en Diálogos,
p. 101.
[18]
Ibidem, p. 103.
[19]
Cf., Baruch
Spinoza, Ética demostrada según el orden
geométrico, parte III, definición de los afectos.
[21] Michel Onfray, Teoría del cuerpo enamorado, p. 82.
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